En esta entrada de Blog comentaré el artículo de Adela Cortina y Jesús Conill que lleva por título «La responsabilidad ética de la Sociedad Civil«.
Para los autores de este artículo, en el momento actual, el poder político no parece capaz de garantizar el bien común para todos los ciudadanos. La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible consensuada por la Organización de Naciones Unidas, propone para los próximos años, erradicar la pobreza extrema, luchar contra las desigualdades crecientes y contra el cambio climático, y trabajar por un desarrollo justo y sostenible. Se debería alcanzar un compromiso ético y político que fuera más allá de un simple contrato entre partes.
Pero, ¿quién debería responsabilizarse de alcanzar estos objetivos? Para Cortina y Conill, deberían ser no solo los Estados nacionales y los organismos internacionales (como la ONU o la Unión Europea), sino también la Sociedad Civil.
El concepto de Sociedad Civil se fue desarrollando en la modernidad a partir de las aportaciones de autores como Locke, Smith, Ferguson y Tocqueville. Para ellos, en el conjunto de las sociedades civilizadas hay un Estado o gobierno, que opera bajo el imperio de la ley; y por otro lado, hay un conjunto de instituciones sociales, como por ejemplo, los mercados, las asociaciones o la opinión pública. Todas ellas forman la Sociedad Civil, que se caracteriza por la espontaneidad y la auto-organización (frente a la coerción que caracteriza al Estado).
Para Hegel, la sociedad civil se regía por el egoísmo inteligente, según el cual, “es más inteligente trabajar en una sociedad en la que se cumplen las leyes”, porque el ser humano está “dispuesto a dar, siempre que pueda esperar un retorno”. Se deduce por tanto, que el Estado sería la realidad política de lo universal, mientras que la Sociedad Civil sería la realidad de los intereses egoístas.
A partir de la tercera década del siglo XX se fue haciendo evidente que el Estado no era capaz de cumplir con su tarea. Al mismo tiempo, numerosas organizaciones de la Sociedad Civil perseguían metas universalistas. Por ello, tal vez sería conveniente pasar del Estado de Bienestar al concepto de Sociedad del Bienestar, de modo que no solo el Estado es el responsable de proteger los derechos, sino que también deberían asumir responsabilidades las familias, las empresas, las entidades bancarias, las asociaciones y la ciudadanía.
De entre las distintas concepciones que existen de Sociedad Civil (similar a un mercado que no admite corrección; lugar intermedio entre mercado y Estado; y ámbito no sometido al control estatal), los autores se decantan por la tercera, es decir, la Sociedad Civil sería aquel espacio de relaciones humanas sin coerción estatal, nacidas de la espontaneidad y la auto-organización.
En opinión de los autores, en el mundo actual parece actuar el “modelo de irresponsabilidad”, según el cual, las organizaciones, los grupos y los individuos no se sienten responsables de las consecuencias de sus acciones u omisiones. Frente a este modelo, proponen la existencia de una “responsabilidad social compartida”, de manera que quienes cooperativamente causan los problemas han de resolverlos también de manera corresponsable.
La responsabilidad legal de garantizar el bienestar sigue siendo del Estado, pero es importante detectar los “yacimientos de responsabilidad” que ya están operando en la sociedad y potenciarlos. En el mundo económico y empresarial ya se viene gestando una ética económica y empresarial que va cobrando fuerza. Los colegios profesionales desarrollan unas normas éticas y morales que son compartidas por la mayoría del colectivo profesional. Las organizaciones solidarias llevan a cabo tareas asistenciales en situaciones de injusticia. Las familias son un gran factor de cohesión social y los ciudadanos, cada vez más, ejercen su protagonismo a través de diferentes dedicaciones y en la vida pública.
Por lo tanto, los autores hacen una descripción de cómo les gustaría a ellos que fuera una Sociedad Civil en la que las relaciones humanas se organizaran de manera espontánea y sin que existiera la coerción estatal. En mi opinión, esta visión de la realidad actual me parece muy utópica. Ello no quiere decir que la aspiración a un mundo mejor no sea un sueño que debemos tener todos y al que todos debemos aspirar.
Sin embargo, en mi caso particular confío mucho más en las relaciones que se forman entre pequeños grupos de personas, que en organizaciones como colegios profesionales, bancos o asociaciones. Desde mi punto de vista, el ser humano tiene un componente de bondad que emerge muy a menudo en las interacciones del día a día. Potenciar estas cualidades del ser humano sería beneficioso para todos. Evidentemente, hay personas egoístas y sin escrúpulos, pero en la media de la población predomina la cooperación y la búsqueda del bien compartido.
En el caso de las agrupaciones, corporaciones o empresas, las dinámicas que se establecen son más complejas. En ocasiones simplemente rellenan la documentación que se les pide, y luego aplican el sentido común, y muy a menudo funciona. Por otro lado, he colaborado con asociaciones en las que se funciona muy bien ayudando a los demás, que normalmente suelen ser pequeñas. Sin embargo, he visto luchas de poder y ambiciones personales muy llamativas en asociaciones de mayor tamaño.
Por último, he viajado y he permanecido tiempo en países en vías de desarrollo, tanto con gobiernos más neoliberales, como con gobiernos de corte más colectivista. Aun siendo malas las condiciones de vida en ambos países, las cotas de libertad, seguridad y de dignidad humana en los primeros me han parecido muy superiores a las de los segundos. Por ello, no creo que la solución pase por criticar las políticas neoliberales (que sin duda tienen muchas carencias), sino por buscar qué falla en los países con una fuerte deriva hacia lo colectivo, y en los que se producen altos niveles de pobreza.
Por lo tanto, aunque coincido con muchas de las afirmaciones que hacen los autores en su artículo, mi apuesta se centraría más en fomentar los valores morales y éticos en la sociedad, en cada individuo concreto, potenciar la parte buena que hay en cada uno de nosotros. Poner de moda valores como la solidaridad, la cooperación, la empatía o la compasión; desde lo pequeño, lo concreto, lo inmediato. Como se suele decir “en lo pequeño residen las grandes cosas”. Dar poder a las familias y a los ciudadanos, y no tanto al Estado, a las corporaciones o a las grandes asociaciones que a veces se comportan más como multinacionales de la solidaridad.
Por eso, creo que para estas organizaciones sería conveniente exigirles un modelo de austeridad como el que se sigue desde hace mucho tiempo por algunas instituciones como la Iglesia Católica en algunos países en vías de desarrollo, o algunas organizaciones no gubernamentales pequeñas, capaces de hacer grandes cambios, con pocos recursos, en muchas partes del planeta.
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